El pecado y el mal, un reino sin Dios

Por Arturo López

El Pecado

Dios-Amor es Dios-Perdón

El amor de Dios por cada uno de nosotros es algo innegable. Es un amor que no se aprende sino que se conoce, y esto sólo a través de la experiencia personal. Precisamente, una de las formas en que se manifiesta ese amor libre e incondicional de Dios por nosotros, es su misericordia. Quien descubre el rostro misericordioso de Dios, que nos da mucho más de lo que merecemos, puede decir que ha tenido una experiencia incuestionable del amor de Dios.

Hagamos entonces un breve ejercicio de nuestra memoria, y tratemos de recordar cuáles son los momentos de nuestra vida en los que hemos experimentado con mayor fuerza el amor misericordioso de Dios.

Los hechos o momentos vividos que más vendrán a nuestra mente, serán, no cabe duda, aquellos en los que fuimos objeto del perdón de Dios, nuestro Padre. Mediante su perdón, es quizás la manera más frecuente en que Dios nos muestra su misericordia infinita que va más allá de todo cálculo de nuestra parte. Y decimos que es la manera más frecuente, pues es un hecho el que necesitamos continuamente del perdón misericordioso de Dios.

Nuestras continuas faltas contra la justicia y la caridad nos hacen sentir lo muy necesitados que estamos de esa misericordia divina.

Precisamente, este encuentro con Dios-Perdón, nos permite darnos cuenta de quiénes somos y cuán alejados hemos estado de Él. Nos permite ver la raíz de nuestros problemas: el pecado en sí.

La luz de Dios nos hace reaccionar; como cuando un ciego empieza a ver y con ello a reconocer todo lo que hay a su alrededor. Así, nosotros, iluminados y sin vendas en los ojos, podemos ser conscientes de quiénes somos, de nuestra realidad y de las mise­rias que llevamos dentro. El ser conscientes de todo esto nos per­mite damos cuenta de todo lo que nos aleja de la experiencia del amor de Dios, porque el pecado nos aleja de Dios.

El hombre rechazó el amor de Dios

Tanto nos amó Dios que nos dio a su Hijo Jesucristo. Como Dios-Amor que es, se dio y se da a los que ama, a nosotros que somos sus hijos. Pero ante este darse de Dios, la respuesta del hombre no fue la aceptación alegre y agradecida. Fue el rechazo:

“Pero el hombre, ya desde el comienzo, rechazó el amor de su Dios; no tuvo interés por la comunión con Él. Quiso construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios. En vez de adorar al Dios verdadero, adoró ídolos, las obras de sus manos, las cosas del mun­do, se adoró a sí mismo. Por eso, el hombre se desgarró interiormen­te. Entraron en el mundo el mal, la muerte, la violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la convivencia fraterna”.

Puebla 185

A veces solemos emplear palabras acomodadas para maquillar nuestras verdaderas intenciones. Decimos entonces que aún no estamos preparados para seguir a Dios, que quizás no es tan peca­do como algunos creen, que eso es propio de personas escrupulosas, que todo lo ven malo, que somos humanos, que todo el mundo lo hace, que tenemos nuestras limitaciones y no nacimos con la capacidad o predisposición que tienen algunos para hacer el bien, y tantas otras frases que empleamos cuando nos sentimos interpe­lados por Dios y nuestra conciencia.

El mal está tan extendido en el mundo, que al pecado le damos poca importancia. Inclusive, para muchos simplemente no existe, habiendo esa palabra desaparecido de su conciencia. Lo que es pecado, lo es aquí y en todas partes, ahora, hace dos mil años y dentro de tres mil. En vez de perder nuestro tiempo buscando excusas que aparen­ten tener algún sentido y lógica, reconozcamos la verdad: hemos rechazado a Dios, le hemos dado la espalda. Y este pecado es re­beldía: “El que peca demuestra ser un rebelde; todo pecado es rebeldía” (1 Jn 3, 4).

Con pleno conocimiento de lo que hacíamos, empezamos a cons­truimos un reino, nuestra vida, en el que rechazamos la majestad de Dios y nosotros usurpamos su lugar.

Despreciamos su amor, su perdón, su gracia, su amistad, la vida de su Hijo Jesucristo, la salvación que nos ofrece. Cambiamos, como Esaú, nuestros derechos como hijos por un plato de lente­jas. Preferimos criar cerdos que formar parte de la familia de nuestro Padre. Ese es un rechazo injustificable. Ni todo el oro, ni la fama, ni el poder del mundo pueden compararse con lo que Dios nos ofre­ce. No dejamos al Hijo de Dios nacer en nuestro corazón y lo man­damos al establo.

Hasta nos hicimos una imagen de ser muy religiosos y devotos, y logramos engañar a muchos que creían que éramos un ejemplo digno de seguir. Pero en realidad todo no era más que apariencia, una máscara que encubría nuestra actitud de rebeldía hacia Dios. Decíamos que Dios existe pero no le quisimos servir ni obedecer. Con los labios le decíamos “tú eres Dios “, pero con nuestros he­chos le decíamos “no te serviré “. Ni siquiera le quisimos agrade­cer por lo que nos daba. Todo el amor que nos dio y todo lo que hizo nos pareció poco, y le respondimos con nuestra cruel indife­rencia.

Nos sentimos muy seguros de nosotros mismos, muy dueños de nuestras potencialidades, muy fuertes, inteligentes… y sintiéndonos autosuficientes nos desligamos de él. No hubo de nuestra parte interés por la comunión con Dios. No nos parecía “conveniente”.

Heredamos el pecado de Adán y lo multiplicamos, dándole for­ma propia: la nuestra. Pensamos que podíamos vivir sin Dios, que podíamos hacerlo todo por nuestra cuenta sin consultarle a él para nada. Queriendo construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios, hicimos todo según nuestra “sacrosanta” voluntad y no la suya.

En vez de adorar al Dios verdadero, adoramos ídolos que ter­minaron por empobrecemos. Estos ídolos eran obras de nuestras manos, de nuestra inteligencia y técnica, que nos llenaron de orgu­llo, y las adoramos. En fin, nos adoramos de esa forma a nosotros mismos, siendo infieles a la alianza de amor con Dios.

Hoy encontramos personas que dicen que todo lo que tienen lo han logrado por sí mismos, por su talento, inteligencia, creativi­dad, pensando que todo eso es muy suyo y que nadie se lo puede quitar. No tienen nada de qué arrepentirse. Qué lejos están de pen­sar que en cualquier momento, si Dios quiere, o como consecuen­cia de sus propios errores, lo pueden perder todo: un infarto, un derrame cerebral, un fracaso económico, un accidente grave, la infidelidad o alejamiento de quien más queríamos y poníamos nuestras esperanzas, una catástrofe de la naturaleza… pueden ha­cer que todo se venga abajo como un castillo de arena, y con él, toda nuestra seguridad.

Por esa desobediencia, “el hombre se desgarró interiormente “. Cuando examinas tu propio corazón, descubres tu inclinación hacia el mal, y que esto no tiene su origen en tu Padre, que es bueno.

Hay una lucha dramática dentro de ti, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte.

El pecado no nos hace felices ni nos da la paz que necesitamos. Más bien nos somete, nos pone fuertes cadenas de las que nos es cada vez más difícil libramos.

Nos sentimos entonces infelices y engañados, pues rechazamos lo realmente bueno y perdurable, por ir tras una ilusión de satisfacción temporal que se desvaneció apenas caímos en la trampa. La manzana, tan atractiva por fuera, estaba podrida por dentro. Y nosotros, creyéndonos muy “astutos”, nos la comimos.

“Pensamos que podíamos vivir sin Dios, que podíamos hacerlo todo por nuestra cuenta sin consultarle a él para nada”.

Mt. 21, 33— 43

Sufrimos cuando experimentamos cualquier mal. Y el peor mal que podemos sufrir es el provocado por el pecado, pues nos aleja de Dios. Divididos e incapaces de resistir solos, andamos sumisos y resignados por la senda que nos conduce a la esclavitud del pe­cado. Se cumplen entonces las palabras de Cristo: “El que vive en el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8, 34).

Nada de lo que hemos logrado apartados de Dios nos da felici­dad. Interiormente nos sentimos insatisfechos con nosotros mis­mos y con lo que logramos, a pesar de la acumulación de bienes, riquezas, fama, éxitos, etc. Después de todo, nos volvimos a en­frentar con nuestra miseria.

Finalmente, llegamos al momento de recibir nuestra paga por lo que hicimos. Y nuestro salario justo y merecido, es la muerte:

“El pecado paga un salario, y es la muerte” (Rm. 6, 23). Cosecha­mos de lo que sembramos. Y aprender esta ley en carne propia resulta a veces muy doloroso.

El Pecado

Al meditar sobre el problema del mal en el mundo, encontra­mos que la causa primera, lo que impide que en nosotros se mani­fieste el amor de Dios y se realice su plan de felicidad, es el PE­CADO. Es como si el pecado fuera un paraguas que no nos permi­te mojamos con el agua viva del amor de Dios. Cierra la puerta al amor y a la bendición de Dios, y no conforme con eso, hace entrar por él en el mundo el mal, la muerte, la violencia, el odio y el miedo.

¿Qué es el pecado? Es una falta contra la justicia o el amor —o ambas a la vez—, hacia Dios, nuestro prójimo o hacia nosotros mis­mos. Es seguir el camino equivocado, sabiendo o suponiendo que lo es. Es preferir las tinieblas y aborrecer la luz (Cf. Jn 3, 19—20).

Es un acto humano voluntario que produce daño, no sólo con­tra la persona hacia la que va dirigido el mal, sino contra el mismo que peca. Precisamente, por ser un acto voluntario, es que decimos “por mi culpa, por mi gran culpa “.

Conozcamos lo que señala el Catecismo de nuestra Iglesia en su definición de pecado:

“El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes”.

Cal. N0 1849

El pecado no está solamente en hacer algo evidentemente malo, también es pecado cuando nos encerramos egoístamente en nues­tros propios problemas sin abrimos a Dios y a los demás herma­nos.

El pecado destruye no sólo la dignidad humana, sino la vida divina en el hombre, lo cual es el mayor daño que una persona puede inferirse a sí misma y a los demás. Lo rebaja, humilla, alie­na y desintegra. Quiebra su dignidad e identidad, su realeza propia como hijo de Dios, y le quita el sentido a su vida.

Por ello, no es tan reprochable caer en pecado como vivir en pecado.

Lo grave está no tanto en los pecados aislados o crónicos que vamos cometiendo, sino en que en la medida en que llevamos esa vida, nos vamos alejando del plan de Dios para nosotros. Su pro­yecto para cada uno se deja de cumplir, porque nos salimos de su camino para escoger ir solos por la senda que nos atraía más, y que finalmente nos conduce hacia la muerte y la soledad. La gracia que dejamos de recibir y el bien que dejamos de hacer, es lo que más debe entristecemos.

A menudo, apenas hemos cometido una falta, nos arrepentimos y sentimos haberla realizado; en cambio, vivir en el pecado es vivir en la mentira, es guardar porfiadamente un orgullo, un apego a nuestros criterios personales y egoístas que no nos permite en­trar en los caminos de Dios, aún cuando llevemos una vida exte­riormente correcta.

En el Antiguo Testamento vemos el drama del amor de Dios que promete al hombre un nuevo espíritu, una nueva alianza escri­ta, no sobre tablas de piedra, sino en su corazón de carne; es decir, el Señor intenta vivir con su pueblo una bella relación de amor, la cual es rota una y otra vez por el hombre por medio del pecado. El Señor se convierte entonces en el marido engañado por su pueblo, que somos nosotros.

“He pecado mucho…”

Decimos en el acto penitencial de la Eucaristía que hemos pe­cado mucho, y eso es cierto. Lamentablemente cierto.

Para ser conscientes de ello tampoco necesitamos escarbar mucho en nuestra memoria. Sólo nos basta con recordar nuestras malas acciones recientes. Cada vez que hemos sido injustos con Dios, con los demás y con nosotros mismos, que no dimos a otros la ayuda que necesitaban, cada ofensa, desprecio, maltrato, burla, cada vez que jugamos con los sentimientos de quienes nos aman, cada acto violento, de palabra o de obra…

Algunos pueden sentirse a veces —o a menudo— muy “buenos”, pero precisamente estas personas son las que con frecuencia caen en las seducciones del maligno, como son: el creerse los mejores, el verse superiores a los demás; el estar muy seguros de uno mis­mo; el creer que ya están convertidos del todo; el quedarse en las cosas, medios, instituciones, métodos, reglamentos, y no ir a Dios.

La palabra de Dios en ese sentido es clara: “Pues todos pecaron y están faltos de la gloria de Dios” (Rm 3, 23). No llamemos “pe­cado” sólo a aquello que nos parece muy feo y que los otros hacen pero nosotros no. Dejemos de construimos una religión “a nuestra medida”, como si nos estuviésemos haciendo un traje, tomando del Evangelio sólo lo que nos conviene. Si tenemos una doble moral, complaciente con nosotros mismos, útil sólo para “tapar” nuestras suciedades, pintándolas exteriormente con el barniz del cumplimiento, estaremos consumando la obra del maligno en no­sotros: no darnos cuenta ni de lo malo que hacemos. Y lo peor no es el caer, sino el permanecer allí, en el suelo, sin querer levantarse.

Hemos pecado mucho, sí, pero eso significa -gloria a Dios por ello-, que necesitamos mucho de la misericordia y del perdón de Dios. La gracia de Dios no está tan lejos. Como dice el Pregón Pascual: “¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! “.

De pensamiento…

Cada uno tiene sus debilidades propias y por las que más fre­cuentemente cae en pecado. Y eso, el diablo muy bien lo sabe. Algunos, pecan preferentemente con el pensamiento; otros, de palabra; otros, de obra y también hay los que mayormente pecan por omisión.

Pecamos con el pensamiento cuando deseamos lo que es malo u opuesto al plan de Dios. Cuando nos apegamos a los bienes ma­teriales como el dinero y objetos; o a las personas, o también hábi­tos nocivos, como algún vicio (alcohol, drogas, juego compulsivo). Cuando le damos el corazón a algo o alguien que no es Dios, desplazándolo para poner en su lugar lo temporal, pecamos con nuestro pensamiento.

También lo hacemos cuando le deseamos mal a alguien. Cuan­do quisiéramos que le vaya mal en las cosas que hace; cuando disfrutamos imaginando a esa persona caída en la desgracia y des­esperación. ¿Cuántas veces alguien conversaba confiadamente con nosotros, sin imaginarse que nosotros le estábamos deseando el mal?

Pecamos también con nuestro pensamiento cuando, arrastrados por nuestra malicia, pensamos siempre lo peor de las demás personas. Cualquier cosa que los otros hacen, le vemos el lado malo y perverso, la segunda intención. En vez de ver a los demás con corazón limpio, nos decimos al ver pasar a alguien: “Ahí va fulanita, la que hace años hizo tal cosa… “, o “allí está zutano, el borracho… o “ése es mengano, el que engaña a su mujer… “. De esta forma, no vemos a las personas como tales, sino que les ponemos adjetivos, las calificamos, les añadimos nuestro prejuicio y así quedan marcadas para nosotros.

Pecar con el pensamiento también es consideramos superiores a los demás, o dicho de otro modo, creer —equivocadamente— que los demás tienen menos valor que nosotros. El despreciar en nues­tro corazón a alguien, así éste no se entere, es signo de vana sober­bia y orgullo.

En fin, ¿cuántos de nuestros conocidos nos ven “actuar” siem­pre tan correctamente, sin saber lo que en realidad llevamos en mente?, pues muchos hemos desarrollado la habilidad de aparen­tar virtudes que no tenemos y de camuflar nuestras verdaderas intenciones. Pidamos perdón al Señor por ello.

De palabra…

La lengua puede servir para mucho bien, pues por el Bautismo fuimos llamados a anunciar el Evangelio a toda la creación (Cf. Mc. 16, 15), pero también puede tomarse muy peligrosa y ser capaz de iniciar un incendio de pasiones y divisiones.

La carta de Santiago es muy clara en ese sentido. Nos llega a decir que “el que no peca en palabras es un hombre perfecto de verdad, pues es capaz de dominar toda su persona” (Stg. 3, 2). Y añade que con la lengua “bendecimos a nuestro Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios. De la misma boca salen la bendición y la maldición. Hermanos, esto no puede ser así. ¿Es que puede brotar de la misma fuente agua dulce y agua amarga? (Stg 3, 9—11).

Las palabras hieren muchas veces más que los golpes. Cada vez que alguien esperaba quizás una palabra de aliento o felicita­ción de nuestra parte, y recibió a cambio nuestro insulto, una gro­sería, una injusta recriminación, o le hemos dicho a alguien, por un error cometido, que no servía para nada, hemos pecado con la lengua.

La murmuración es otra debilidad de muchos y que el diablo también conoce muy bien. Es el arma que más frecuentemente utiliza para dividir familias, amigos, grupos de oración o comuni­dades de todo tipo. Sólo tiene que utilizar a quienes tienen esta debilidad y la división está garantizada. Con nuestras palabras podemos sembrar la desconfianza de alguien ante terceras perso­nas, diciéndoles cosas falsas o parcialmente ciertas, pero que igual­mente dañan y dividen.

Sigamos el consejo de la palabra de Dios: “Sean prontos para es­cuchar, pero lentos para hablar y enojarse” (Stg 1,19). Hagamos como nos pide Pablo: “Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no mal­digan” (Rm 12, 14). “No salga de sus bocas ni una palabra mala, sino la palabra que hacía falta y que deja algo a los oyentes” (Ef. 4, 29).

Pero pecar con las palabras no sólo es decir groserías. Es tam­bién decir palabras hirientes y proponer cosas indecentes a los demás. Cada vez que tratamos de convencer a otro de hacer lo malo, hablándole suavemente al oído, haciéndole creer que no es pecado, que es algo “normal” o una debilidad sin importancia, le estamos conduciendo al pecado, y debemos pedir perdón al Señor por ello.

Cada vez que formamos mal a un niño o un joven, que puede ser incluso un hijo o familiar nuestro, y les dijimos: “Si alguien te hace algo malo, devuélveselo peor”, o “haz con tu vida lo que quieras, y tú no te metas en la mía”, o trastocamos los valores en la mente de alguien que es muy joven, haciéndole creer que eso es algo permitido e incluso aconsejable, hemos pecado y debemos pedir perdón al Señor.

Debemos pedir perdón igualmente al Señor por las mentiras que decimos. Por las veces que engañamos a los demás, incluso haciendo nacer en otras personas una ilusión, y luego las defrau­damos, haciéndoles luego perder la confianza en las palabras de las personas, pidamos perdón al Señor.

De obra…

Es tanto lo que podemos hacer y que ofende a Dios, a nuestro prójimo como a nosotros mismos, que la lista sería interminable.

Reflexionemos simplemente sobre la armonía que debe haber entre lo que creemos y lo que hacemos. Si decimos que creemos en Dios, ¿por qué con nuestros hechos no lo demostramos a los demás? ¿Acaso no nos hemos dado cuenta de la importancia del testimonio de vida, de que nuestro comportamiento habla muchas veces más que mil palabras?

No desliguemos nuestra fe, nuestra “vida religiosa”, de nuestra vida diaria, de lo que hacemos cotidianamente. No pongamos una frontera entre nuestra fe y nuestra vida, pues la fe debe impregnar toda nuestra vida. No existe razón para este divorcio.

Recordemos que lo que es pecado siempre lo es. No creamos que porque otros también lo hacen es menos malo, o llega Dios a aceptarlo “por mayoría de votos”.

La prostitución, las borracheras, las llamadas “coimas”, el no pagar impuestos, el ocultismo, el juego compulsivo, la mentira, la infidelidad, el divorcio mismo, están muy extendidos a nivel so­cial, y por ello para muchos llega a ser algo aceptable, y pensamos que el problema debe de ser de Dios, quien no se ha modernizado. El pecado no es signo de progreso, ni de avance, ni evolución. La vida amoral nos degrada, nos hace retroceder.

Tampoco pensemos que por ejercer determinada profesión u oficio, estamos exentos de hacer una valoración moral de lo que hacemos, como si estuviésemos más allá del bien y del mal.

Hay trabajadores de la salud, por citar un ejemplo, que dicen que cuando están en el quirófano, ejercen la ciencia, y por tanto, no cabe emplear en ese caso la moral y la fe, por lo que practican sin remordimientos abortos. No podernos decir en ningún caso:

“Ése es mi trabajo, mi profesión “, como si ello nos justificara para hacer cualquier tipo de daño a los demás. No somos máqui­nas insensibles. Por el contrario, el trabajo debe dignificar al hombre y conducirlo a su plena realización como persona y como cristiano.

Un pecado grave contra la fe es el acudir a fuentes ocultas. Hay quienes por ignorancia piensan que no es malo consultar las car­tas, ir donde los brujos para averiguar su “destino”, llevar amule­tos, participar de prácticas de hechicería, y lo hacen porque tienen quizás miedo al futuro y ese temor no es otra cosa que el resultado de vivir lejos de Dios y sin confiar en él.

De omisión…

Pero no sólo hay pecados de acción, sino también de omisión, es el bien que voluntariamente dejamos de hacer.

La mano que dejamos estirada, la persona desesperada que quedó sin nuestro consejo, el testimonio que dejamos de dar, el error que no hicimos ver, la necesidad de otros que no cubrimos pudiendo hacerlo, simplemente por mantenemos tranquilos y apacibles, lo cual también indica temor de nuestra parte.

Recordemos la parábola de Lázaro y el rico (Cf. Lc. 16, 19—31). ¿Qué pecado cometió este rico que fue a dar al infierno, mientras Lázaro estaba feliz cerca de Abraham? Fue el pecado de omisión. El rico, según la parábola, fue indiferente a ese hombre que veía todos los días delante de la puerta de su casa, pudiendo darle aun­que sea unas migajas de pan. Ese es el gran pecado de omisión, que podemos estar cometiendo al ser indiferentes, indo­lentes a las necesidades de los demás, consintiendo el pecado y la injusticia en vez de luchar por cambiar esa situación.

Sólo pensemos en la actual situación de nuestra Iglesia y nues­tra sociedad, en las carencias que hay. Pues esto se debe a nuestra injustificable pasividad, porque declinamos a nuestra misión de ser luz del mundo y sal de la tierra, para “dejarle el problema a otros”.

Veamos también nuestra actual situación y preguntémonos si le hemos dicho “sí” a la voluntad de Dios en nuestra vida, y sí le permitimos cumplir su proyecto en nosotros. Quizás por ello mu­chas veces hemos preferido no escucharle cada vez que sentimos que nos hablaba y hasta nos gritaba al corazón, y nos ocupamos en hacer cosas, incluso religiosas, y le dijimos de alguna forma: “Dis­culpa, Señor, no me interrumpas; ¿no me ves que estoy rezando?”

Dimensión social del pecado

No se puede dejar de considerar la dimensión social que tiene el pecado. Sabemos que nuestras acciones, nuestras actitudes y criterios repercuten no sólo en nuestra vida personal, sino en nuestra vida social y comunitaria, afectando a los demás, a nuestra familia, a nuestra comunidad.

Así también el pecado afecta a todo el entorno social del hom­bre. Por eso, no podemos decir: “Yo hago lo que quiero y porque quiero “.

El pecado hace que la familia y la sociedad entera paguen las consecuencias del drogadicto, del borracho, del corrupto, del egoís­ta, del avaro, del usurero, del libertino, del machista que abandonó a su familia, del empresario que paga mal a sus trabajadores, etc., cumpliendo así la conocida frase: “Justos pagan por pecadores “.

La misericordia de Dios

El Señor nos dice en su palabra que donde abunda el pecado, sobreabunda también la gracia de Dios (Cf. Rm 5, 20). La miseri­cordia es una cualidad dominante de Dios, incluye en ella la com­pasión, la ternura, la tolerancia, la paciencia, clemencia, piedad.

En Dios encontramos a ese Padre bondadoso que está espe­rando con los brazos abiertos nuestro retomo a la casa paterna a través de la conversión. Pero para ello es necesario el arrepenti­miento de nuestra parte.

Ese arrepentimiento no sólo es fundamental para el hombre, sino un mandato de Dios. Si el arrepentimiento fuera algo opcio­nal para nosotros, entonces no tendría razón de existir el infier­no. Pero el Señor no nos forzará a arrepentimos.

La prueba de que Dios nos ama es precisamente que envió a su Hijo Jesucristo, quien murió por todos, no porque seamos santos, sino por todo lo contrario: “Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando aún éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rm 5, 8).

El sentido de hacer todo este recuento de nuestras faltas, infidelidades y miserias no ha sido el de culpamos de todo. Debemos, si, sentirnos culpables, pero de lo que realmente hemos hecho. Y arrepintámonos de ello, porque ¿cómo podremos experimentar el perdón de Dios si no nos arrepentimos? Así como el hijo pródigo tuvo que reaccionar y regresar humillado y sin condiciones a la casa paterna arrepintámonos por lo malo que hemos hecho hasta el día de hoy y volvamos a Dios nuestro Padre.

Por mucho que le hayamos fallado al Señor, no pensemos que Él nos rechazará; conozcamos por ello las promesas que nos hace en su palabra:

“Aunque tus pecados sean de un rojo intenso, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana blanca”

Is. 1,18

“Pero si confesamos nuestros pecados, El que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad… Hijitos míos, les he escrito esto para que no pequen, pero si uno peca, tenemos un defensor ante el Padre, Jesucristo el Justo”

1 Jn 1, 9; 2,1

Busquemos con fe el perdón y la misericordia de Dios, sobre todo a través del sacramento de la Reconciliación y pidámosle en este momento que nos renueve y transforme totalmente.

Conclusión del tema

• Nosotros escogimos construir nuestra vida de espaldas a Dios, haciéndonos el centro de nuestra atención.

• Debido a ello, terminamos esclavizados por el pecado y las co­sas del mundo. La consecuencia del pecado es la muerte.

• Arrepintámonos de corazón, para así vivir en gracia de Dios, como verdaderos hijos suyos.

Tomado de: https://caminocatolico.com/

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